viernes, 25 de julio de 2008

Mátame




Entró de forma tranquila y decidida en la tienda, en la cual comenzó a
observar las flores. Todas eran hermosas, cada una única. Acarició los
suaves pétalos, quizá esperando una respuesta, la cual no obtuvo.
Aspiró sus aromas variados. Escuchó sus susurros melancólicos que
clamaban volver al aire libre, que clamaban danzar entre ellas sin el
impedimento de ningún tiesto de cerámica opresor. Las miraba
lentamente, intentando adivinar cual de ellas sería capaz de provocar
un destello de ingenio en los ojos de su amada. Su tiempo corría,
fluía entre cualquier resquicio mientras su indecisión lo retenía.
Escogió un ramillete de margaritas, la más sencilla de las flores, y
sin embargo una de las especies mas bonitas. Su semblante alegre se
burlaba de forma insultona ante los ajados rasgos de Eustaquio, quien,
incrédulo de él, creyó que dicha alegría plasmada en tan bella imagen
sería capaz de despertar el rostro de su también bella mujer. Depositó
el correspondiente dinero en la caja y se fue sin decir nada, cual
autómata que sigue órdenes.

Caminó lentamente por el asfalto, pensando en cual sería el poema que
elegiría. A la vez, sintiéndose desdichado al reconocer que de nada
serviría su trabajo y su esfuerzo. Aún así necesitaba hacerlo, como
cada año, pues si no, ella sabría que no lo había intentado, y él se
sentiría como un completo fracasado por ello. Llegó a casa exhausto,
sus piernas ya no eran lo que antaño. Se dirigió a su pequeño rincón,
su rincón del saber, su mayor posesión material, su biblioteca. Era
capaz de perderse entre las páginas de aquellos libros durante la
enternidad. En ellas su mente había evolucionado, había madurado,
había crecido. Dichas páginas le dieron alimento a su mente voraz.
Gracias a aquellos libros había conseguido muchas cosas en su vida.
Ahora no tenía a nadie con quien compartir, nadie para debatir sus
conocimientos. Ella no se encontraba allí. Se dispuso a elegir un
autor entre tantos que escribiera poesía, para luego decidir una obra.
Sus recuerdos danzaban deleitándole con tantos versos leídos. Becquer,
Zorrilla, Rivas, Campoamor… todos habían hecho volar su imaginación.
No fue capaz de elegir entre ninguno de ellos, pues supo que de nada
serviría. Una fina lágrima se escurrió desde su ojo. Se contuvo
queriendo ser fuerte, y salió apresurado de la casa, poniéndose en
marcha de nuevo.

Cada vez le pesaban más las palabras que él mismo se decía. Caminaba
cavizbajo hacia la residencia donde se encontraba su mujer. Llamó
levemente a la puerta y sonrió con educación a la señorita del otro
lado del mostrador. En cuanto la perdió de vista su cortesía abandonó
su rostro rápidamente. Subió las escaleras con parsimonia, esperando
aún retrasar el momento del fracaso. Pero no podía retrasarlo
eternamente, era el fracaso o no volver a mirarla a la cara. Y eligió
el fracaso. Tocó en la puerta, obviamente, no encontró respuesta
alguna. Abrió con lentitud y la observó allí tendida, con su aparato
pegado al cuerpo. Ya no podía vivir sin esa máquina maldita. Avanzó
hasta ella y se sentó en la silla contigüa a la cama.

- Hola mi amor, buenos días. ¿Cómo te encuentras hoy?

El silencio era como una puñalada al ya débil corazón de Eustaquio.

- ¿Te acuerdas de que día es hoy? Claro cariño, es nuestro
aniversario. Pues te he traído un regalo.

Acercó las margaritas a su nariz. Pero ella no las podía oler, la
máquina le tapaba la nariz. Después le abrió la palma de la mano y las
dejó dentro mientras le hacía cerrar el puño con ternura. Ella seguía
con su rostro impertérrito sin mostrar señales de vida mientras un
leve lágrima brotaba de los ojos de Eustaquio.

- Cariño, ¿de verdad quieres vivir así? No soporto contemplar cómo
pasas los días en el agonizante silencio de la soledad de tu mente, en
la que yo no podré entrar nunca más. Pero no estoy seguro de si aún
quieres aferrarte a la vida, como la luchadora que has sido siempre. O
por el contrario deseas que te desconecte de este aparto repugnante, y
vayas allá donde puedas esperarme.

Eustaquio, con los ojos anegados en lágrimas, no soportaba más
aquello, y de un golpe se levantó con brusquedad para salir de la
habitación. Pero antes de cerrar la puerta tras de sí observó una
última vez a su amada Carolina. La mujer con la que había compartido
los mejores momentos de su vida. Sin ella su vida era como una flor
sin tallo, como un sol sin calor, como el océano sin agua. Sin ella su
vida no era nada, no tenía valor alguno. Se quedó mirándola unos
segundos más, para después detenerse en la puerta dándole la espalda.
Ningún ruido perturbaba el silencio.

Entonces, un suspiro que más parecía un estertor de la muerte, trajo a
Eustaquio de su trance. Levemente, giró la cabeza en dirección a su
mujer, que yacía en la cama aún. Pero sus ojos se habían abierto, y en
ellos se vislumbraban las lágrimas brotar. Eustaquio quedó paralizado.
Y entonces ella habló:

- Amor -- pronunció con dificultad -- Acércate.

Sus palaras eran casi como el soplo del viento. Pero en aquel
silencio, fue capaz de oírlas. Eustaquio se apresuró a su lado y la
cogió de la mano, donde aún reposaban las margaritas.

- Carolina…¡ has vuelto! -- dijo mientras sus ojos no paraban de
soltar lágrimas de felicidad y de dolor, ya que, despierta, se la
veía tan dolorida, como desesperada. Eso le producía aún más dolor a
su marido.
- ¿Te puedo pedir algo? – Susurró.
- Lo que quieras -- dijo entre sollozos.
- Antes estaba escuchándote, y casi creí que no podría retenerte en
este momento de lucidez que no se cuánto durará. Te quiero, y siempre
te querré, al igual que sé que tu me quieres. Y por eso, solo tú eres
capaz de hacerme feliz ahora. Mátame mi amor.

Eustaquio cayó en su regazo y lloró amargamente.

1 shakes:

Anónimo dijo...

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